JUAN DIEGO Y SU GRAN ENCARGO

En el año 2002, el Papa Juan Pablo II, y para gusto y justicia, si es válido decir así, de los mexicanos, llevó a los altares a quien varios siglos atrás cumplió los encargos de nuestra madre la Virgen María, la madre de Jesucristo. Juan Diego Cuauhtlatoatzin cuyo nombre significa: Águila que habla o El que habla como águila, nació el 9 de Diciembre de 1474 cuando era rey de los Azteca el gran Moctezuma Xocoyotzin y murió ya cuando los españoles habían derrotado al excelente guerrero y monarca mexica Cuauhtémoc nombre que significa: Águila que cae . Juan Diego murió  el 30 de Mayo de 1548. Nació en lo que hoy es Cuautitlán Edo de México en donde aún hace unos años existía una ermita en su honor. Se dice que fue bautizado por los primeros misioneros franciscanos, y  pertenecía a la etnia indígena de los chichimecas de Texcoco, aunque a los de ese lugar se les conocía como Acolhuas y eran uno de los ocho pueblos que se habían unido a los Azteca cuando salieron de Aztlán a la llamada Gran Peregrinación y que ya después por instrucciones de su dios, los desde entonces llamados mexica se separaran y los Acolhuas se fueron y se establecieron en el hoy Tetzcuco -Texcoco- éstos habían formado parte de la llamada Triple Alianza que había liberado a los mexica del dominio tepaneca de Azcapotzalco cuando gobernaba a los mexica el gran Izcoatl y fungía como Gran Sacerdote Tlacaelel..... Juan Diego para cuando nuestra madre le pidió los encargos ya se había casado con una hermosa indiecita llamada María Lucía con la que vivía en un pueblito llamado Tulpetlac y ahí mismo vivía su tío Juan Bernardino, se dice que para esa fecha tenía pocos años de haber sido bautizado, tengamos en cuenta que los franciscanos llegaron a La Nueva España ya cuando Cuauhtemoctzin- Cuauhtémoc- había sido derrotado y apresado, llegaron un poco antes de la muerte del último Emperador mexica, y de inmediato empezaron con la evangelización, ya luego llegaron otros misioneros como Los Agustinos

El sábado 9 de diciembre de 1531, muy de mañana, el indiecito Juan Diego, se dirigía a la misa sabatina de la Virgen María y a la doctrina en una pequeña iglesia en  Tlatelolco que era  atendida por los franciscanos del primer convento que entonces se había erigido en la Ciudad de México. Ese día, algo grandioso estaba por suceder: Cuando Juan Diego llegó a las faldas del cerro llamado Tepeyac, escuchó cantos preciosos, armoniosos y dulces que venían de lo alto del cerro, le pareció que eran coros de distintas aves que se respondían unos a otros en un concierto de extraordinaria belleza, vio al cielo y observó una nube blanca y resplandeciente, y se alcanzaba a distinguir un maravilloso arco iris de diversos colores. El escogido por nuestra madre  quedó absorto y fuera de sí por el asombro y “se dijo ¿Por ventura soy digno, soy merecedor de lo que oigo? ¿Quizá nomás lo estoy soñando? ¿Dónde estoy,  ¿Acaso allá donde dejaron dicho los antiguos nuestros antepasados, nuestros abuelos: en la tierra de las flores, en la tierra del maíz, de nuestra carne, de nuestro sustento, acaso en la tierra celestial? Hacia allá estaba viendo, arriba del cerro, del lado de donde sale el astro rey, el sol,  de donde procedía el precioso canto celestial.

Estando en este arrobamiento, de pronto, cesó el canto, y oyó que una voz de mujer, dulce y delicada, le llamaba,  por su nombre: Juanito, Juan Diego. Sin ninguna turbación, el indiecito decidió ir a donde lo llamaban. Alegre y contento comenzó a subir el cerro y cuando llegó a la cumbre se encontró con una bella, una hermosa  mujer que allí lo aguardaba de pie y lo llamó para que se acercara. Y cuando llegó frente a ella se dio cuenta, con gran asombro, de la hermosura de su rostro, su perfecta belleza, su vestido relucía como el sol, como que reverberaba, la piedra, en la que estaba de pie, como que lanzaba rayos; el resplandor de ella era como preciosas piedras: la tierra como que relumbraba con los resplandores del arco iris en la niebla.

Ante ella, Juan Diego se postró, y escuchó la voz de la dulce y afable señora del Cielo, en idioma Mexicano, -náhuatl-  le dijo: Escucha, hijo mío el menor, Juanito. ¿A dónde te diriges?,  él le contestó: Mi Señora, Reina, muchachita mía, allá llegaré, a tu casita de México Tlatelolco, a seguir las cosas de Dios que nos dan, que nos enseñan quienes son las imágenes de Nuestro Señor, nuestros Sacerdotes. De esta manera, dialogando con Juan Diego, la  Virgen  le manifestó quién era y su voluntad: Sábelo, ten por cierto, hijo mío el más pequeño, que yo soy la perfecta siempre Virgen Santa María, madre del  Dios por quien se vive, el creador de las personas, el dueño de la cercanía y de la inmediación, el dueño del cielo, el dueño de la tierra. Mucho quiero, mucho deseo que aquí me levanten mi casita sagrada, en donde lo mostré, lo ensalzaré al ponerlo de manifiesto: lo daré a las gentes en todo mi amor personal, en mi mirada compasiva, en mi auxilio, en mi salvación: porque yo en verdad soy vuestra madre compasiva, tuya y de todos los hombres, los que a mí clamen, los que me busquen, los que confíen en mí, porque ahí escucharé su llanto, su tristeza, para remediar, para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores, anda al palacio del Obispo de México, y le dirás cómo yo te envío, para que le descubras cómo mucho deseo que aquí me provea de una casa, me erija en el llano mi templo; todo le contarás, cuanto has visto y admirado, y lo que has oído. Y la Señora del cielo le hace una especial promesa: ten por seguro que mucho lo agradeceré y lo pagaré, que por ello te enriqueceré, te glorificaré; y mucho de allí merecerás con que yo retribuya tu cansancio, tu servicio con que vas a solicitar el asunto al que te envío.

Así, de esta manera tan sublime, la Señora del cielo envía a Juan Diego como su mensajero ante la cabeza de la Iglesia en México, el obispo fray Juan de Zumárraga. El humilde y obediente Juan Diego se postró por tierra y pronto se puso en camino, derecho a la Ciudad de México, para cumplir el deseo de la Señora del Cielo. El indiecito Juan Diego llegó a la casa del obispo, el franciscano fray Juan de Zumárraga- llegó a tierras mexicanas en 1528 con el nombramiento de Obispo y el Rey de España lo nombró “Protector General de los Indios” murió en 1548, cabe mencionar que para ese tiempo ya se encontraba en estas tierras otro gran defensor de los indios Vasco de Quiroga quien hizo su apostolado en tierras purépechas- y le pidió a los servidores  que le avisaran que traía un mensaje para él, pero estos al verlo tan pobre y humilde, simplemente, lo ignoraron y lo hicieron esperar; pero Juan Diego, con infinita paciencia, estaba dispuesto a cumplir con su misión así que esperó, hasta que por fin le avisaron al Obispo y este pidió que lo trajeran a su presencia. Juan Diego entró y se arrodilló ante él, inmediatamente le comunicó todo lo que admiró, contempló y escuchó, le dijo puntualmente el mensaje de la Señora del Cielo, la madre de Dios, que le había enviado y cuál era su voluntad. El Obispo escuchó al indio incrédulo de sus palabras, juzgando que era parte de la imaginación del indio, máxime que era un recién convertido, y aunque le hizo muchas preguntas acerca de lo que había referido, y captó que era constante y claro su mensaje, de todos modos no hizo mucho aprecio a sus palabras; así que lo despidió, si bien con respeto y cordialidad, pero sin darle crédito a lo que le había dicho; el Obispo se tomaría un tiempo para reflexionar sobre este mensaje. Salió el indio de la casa del Obispo muy triste y desconsolado, ya que se dio cuenta que no se le había dado crédito ni fe a sus palabras.

Juan Diego regresó al cerro al mismo punto en donde se le había aparecido la Madre de Dios y en cuanto la vio, ante ella se postró, se arrojó por tierra, le dijo: Señora, Reina, Hija mía la más pequeña, ya fui a donde me mandaste a cumplir  tu amable palabra; aunque difícilmente entré a donde es el lugar del Gobernante Sacerdote, lo vi, ante él expuse, tu palabra, como me lo mandaste. Me recibió amablemente y lo escuchó perfectamente, pero, por lo que me respondió, como que no lo entendió, no lo tiene por cierto. Me dijo: Otra vez vendrás; aún con calma te escucharé, bien aún desde el principio veré por lo que has venido, tu deseo, tu voluntad, y con toda humildad le dice a la Señora del Cielo: mucho te suplico, Señora mía, Reina, muchachita mía, que a alguno de los nobles, estimados, que sea conocido, respetado, honrado, le encargues que conduzca, que lleve, tu amable palabra para que le crean. Porque en verdad yo soy un hombre del campo; yo mismo necesito ser conducido, llevado a cuestas, no es lugar de mi andar ni de mi detenerme allá a donde me mandas Virgencita mía, Hija mía, Señora, Niña; por favor dispénsame: afligiré con pena tu rostro, tu corazón; iré a caer en tu enojo, en tu disgusto, Señora dueña mía.

La Reina del Cielo escuchó con ternura y bondad, y con firmeza le respondió al indio: Escucha, el más pequeño de mis hijos, ten por cierto que no son escasos mis servidores, mis mensajeros, a quien encargue que lleven mi aliento, mi palabra, para que efectúen mi voluntad; pero es necesario que tú, personalmente, vayas, ruegues, que por tu intercesión se realice, se lleve a efecto mi querer, mi voluntad. Y mucho te ruego, hijo mío el menor, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al Obispo. Y de mi parte hazle saber, hazle oír mi querer, mi voluntad, para que realice, haga mi templo que le pido. Y bien, de nuevo dile de qué modo yo, personalmente, la siempre Virgen Santa María, yo, que soy la Madre de Dios, te mando.

Juan Diego, todavía entristecido por lo que había sucedido, se despidió de la Señora del Cielo asegurándole que al día siguiente realizaría su voluntad, aunque guardaba la duda de que fuera creída su palabra, aun así, le aseguró que obedecería y esperaría; se despidió de María Santísima y se fue a su casa a descansar.

Al día siguiente, Domingo diez de diciembre, Juan Diego se preparó muy temprano y salió directo a Tlatelolco, y después de haber oído misa y asistir a la catequesis, se dirigió a la casa del Obispo, en donde, nuevamente, los ayudantes del obispo lo hicieron esperar mucho tiempo; al entrar ante él, Juan Diego se arrodilló y entre lágrimas le comunicó la voluntad de la Señora del Cielo, certificándole que se trataba de la Madre de Dios, la Siempre Virgen María y que pedía le edificase su casita sagrada en aquel lugar del Tepeyac. El Obispo lo escuchó con gran interés, pero para certificar la verdad del mensaje de Juan Diego le hizo varias preguntas acerca de lo que afirmaba, de cómo era esa Señora del Cielo, de todo lo que había visto y escuchado. El Obispo comenzó a comprender que no era posible que hubiera sido un sueño o una fantasía lo que Juan Diego le refería, pero le pidió una señal para constatar la verdad de las palabras del indio. Juan Diego, sin turbarse, aceptó ir con María Santísima con la petición del Obispo. Al tiempo que Juan Diego se ponía en marcha, el Obispo mandó dos personas de su entera confianza que vigilaran a Juan Diego y que, sin perderlo de vista, lo siguieran para saber a dónde se dirigía y con quién hablaba. Juan Diego llegó a un puente en donde pasaba un río, y ahí los sirvientes lo perdieron de vista y, por más que lo buscaron, no lograron encontrarlo; los sirvientes estaban muy molestos por lo que había sucedido y, al regresar, le dijeron al Obispo que Juan Diego era un embaucador, mentiroso y hechicero y le advirtieron que no le creyera que sólo lo engañaba por lo que, si volvía, merecía ser castigado.

Mientras tanto, Juan Diego había llegado nuevamente al Tepeyac y encontró a María Santísima que lo aguardaba; Juan Diego se arrodilló ante ella y le comunicó todo lo que había acontecido en la casa del Obispo; quien le preguntó minuciosamente todo lo que había visto y oído, y le pidió una señal para que pudiera dar crédito a su mensaje. María Santísima le agradeció a Juan Diego la diligencia e interés que había demostrado para cumplir su voluntad con palabras amables y llenas de cariño, y le mandó que regresara al día siguiente al mismo lugar y que ahí le daría la señal que solicitaba el Obispo.

Al día siguiente, Lunes once de Diciembre, Juan Diego no pudo volver ante la Señora del Cielo para llevar la señal al Obispo; pues su tío, de nombre Juan Bernardino, a quien amaba entrañablemente como si fuera su mismo padre, estaba gravemente enfermo de lo que los indios llamaban Cocoliztli;- era la peste, lo que llamaban enfermedad contagiosa y para la que no había cura, era mortal y a lo largo de ese tiempo muchos murieron de esa terrible enfermedad, ésta y la viruela habían matado a miles de indígenas y la viruela fue la que derrotó al gran monarca Cuitláhuac  - buscó un médico para lograr su curación pero no logró encontrar a nadie. Ya de madrugada, el martes doce de Diciembre, el tío le rogó a su sobrino que se dirigiera al Convento de Santiago Tlatelolco a llamar a uno de los religiosos para que lo confesase y preparase porque era consciente de que le quedaba poco tiempo de vida. Juan Diego se dirigió presuroso a Tlatelolco para cumplir la voluntad del moribundo y habiendo llegado cerca del sitio en donde se le aparecía la Señora del Cielo, reflexionó con candidez, que era mejor desviar sus pasos por otro camino, rodeando el cerro del Tepeyac por la parte oriente y, de esta manera, no entretenerse con la madre de Dios y poder llegar lo más pronto posible al convento de Tlatelolco, pensando que más tarde podría regresar ante la Señora del Cielo para cumplir con llevar la señal al Obispo.

Pero María Santísima bajó del cerro y pasó al lugar donde hay una fuente de agua aluminosa, salió al encuentro de Juan Diego y le dijo: ¿Qué pasa, el más pequeño de mis hijos? ¿A dónde vas, a dónde te diriges? El indio quedó sorprendido, confuso, temeroso y avergonzado, y le respondió con turbación y postrado de rodillas: Mi Jovencita, Hija mía la más pequeña, Niña mía, ojala que estés contenta: ¿cómo amaneciste? ¿Acaso sientes bien tu amado cuerpecito, Señora mía, Niña mía? Con pena angustiaré tu rostro, tu corazón: te hago saber, Muchachita mía, que está muy grave un servidor tuyo, tío mío. Una gran enfermedad se le ha asentado, seguro que pronto va a morir de ella. Y ahora iré de prisa a tu casita de México, a llamar a algún de los amados de Nuestro Señor, de nuestros Sacerdotes, para que vaya a confesarlo y a prepararlo; que vinimos a esperar el trabajo de nuestra muerte. Mas, si voy a llevarlo a efecto, luego aquí otra vez volveré para ir a llevar tu aliento, tu palabra, Señora, Jovencita mía. Te ruego me perdones, tenme todavía un poco de paciencia, porque con ello no te engaño, Hija mía la menor, Niña mía, mañana sin falta vendré a toda prisa.

La madre de Dios escuchó la disculpa del indio con apacible semblante; comprendía, perfectamente, el momento de gran angustia, tristeza y preocupación que vivía Juan Diego, pues su tío, un ser tan querido, se encontraba moribundo; y es precisamente en este momento en donde la Madre de Dios le dirige unas de las más bellas palabras, las cuales penetraron hasta lo más profundo de su ser:

Escucha, ponlo en tu corazón, Hijo mío el menor, que no es nada lo que te espantó, lo que te afligió; que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad ni ninguna otra enfermedad, ni cosa punzante aflictiva. ¿No estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa? Y la Señora del Cielo le aseguró: Que ninguna otra cosa te aflija, te perturbe; que no te apriete con pena la enfermedad de tu tío, porque de ella no morirá por ahora. Ten por cierto que ya está bueno. Nuestra madre deseó que Fray Bernardino sanará y así sucedió, de eso más tarde se enteraría el escogido de la Virgen María, la ahora Guadalupana.

Juan Diego tuvo fe total en lo que le aseguraba María Santísima, la Reina del Cielo, así que consolado y decidido le suplicó inmediatamente que lo mandara a ver al Obispo, para llevarle la señal de comprobación, para que creyera en su mensaje. La Virgen Santísima le mandó que subiera a la cumbre del cerro, en donde antes se habían encontrado; y le dijo: Allí verás que hay variadas flores: córtalas, reúnelas, ponlas todas juntas: luego baja aquí; tráelas aquí, a mi presencia.

Juan Diego inmediatamente subió al cerro, no obstante que sabía que en aquel lugar no habían flores, ya que era un lugar árido y lleno de peñascos, y sólo había abrojos, nopales, mezquites y espinos; además, estaba haciendo tanto frío que helaba; pero cuando llegó a la cumbre, quedó admirado ante lo que tenía delante de él, un precioso jardín  de hermosas flores variadas, frescas, llenas de rocío y difundiendo un olor suavísimo; y poniéndose la tilma o ayate a la manera acostumbrada de los indios, comenzó a cortar cuantas flores pudo abarcar en el regazo de su ayate. Inmediatamente bajó el cerro llevando su hermosa carga ante la Señora del Cielo.

María Santísima tomó en sus manos las flores colocándolas nuevamente en el hueco de la tilma de Juan Diego y le dijo: Mi hijito menor, estas diversas flores son la prueba, la señal que llevarás al Obispo; de mi parte le dirás que vea en ellas mi deseo, y que por ello realice mi querer, mi voluntad, y tú que eres mi mensajero,  en ti absolutamente se deposita la confianza; y mucho te mando con rigor que nada más a solas, en la presencia del Obispo extiendas tu ayate, y le enseñes lo que llevas; y le contarás todo puntualmente, le dirás que te mandé que subieras a la cumbre del cerrito a cortar flores, y cada cosa que viste y admiraste, para que puedas convencer al Obispo, para que luego ponga lo que está de su parte para que se haga, se levante mi templo que le he pedido.

Y dicho esto, la Virgen María despidió a Juan Diego. Quedó el indiecito tranquilo en su corazón, muy alegre y contento con la señal, porque entendió que tendría éxito y surtiría efecto su embajada, y cargando con gran tiento las rosas sin soltar alguna, las iba mirando de rato en rato, gustando de su fragancia y hermosura, iba presuroso y embelesado a cumplir la encomienda..

Juan Diego llegó a la casa del Obispo, y suplicó al portero y a los demás servidores que le dijeran al Obispo que deseaba verlo; pero ninguno quiso; fingían que no entendían, quizá porque todavía estaba oscuro, o porque ya lo conocían, o que nomás los molestaba y los importunaba. Juan Diego espero por un larguísimo tiempo,  y cuando los sirvientes vieron que el indio todavía seguía ahí, sin hacer nada, esperando que lo llamaran, y observando también que algo cargaba en su tilma, se acercaron para ver que traía. Juan Diego no pudo ocultarles lo que llevaba, pues podrían empujarlo y hasta maltratar las flores, así que abriendo un poquito la tilma, se dieron cuenta que eran preciosas flores que despedían un perfume maravilloso. Quisieron agarrar unas cuantas, tres veces lo intentaron, pero no pudieron, porque cuando hacían el intento ya no podían ver las flores, y solo parecía  como si estuvieran pintadas, o bordadas, o cosidas en la tilma. Inmediatamente fueron a decirle al Obispo lo que habían visto; y cómo deseaba verlo el indito que otras veces había venido, y que ya hacía muchísimo rato que estaba allí aguardando el permiso, porque quería verlo. Y el Obispo, en cuanto lo oyó, comprendió que Juan Diego portaba la prueba para convencerlo, para poner en obra lo que solicitaba el indio. Enseguida dio orden de que pasara a verlo. Y Juan Diego habiendo entrado, en su presencia se postró, como ya antes lo había hecho; de nuevo le contó lo que había visto, admirado y su mensaje. Y en ese momento, Juan Diego entregó la señal de María Santísima extendiendo su tilma, cayendo en el suelo las preciosas flores; y se vio en ella, admirablemente pintada, la Imagen de María Santísima, como se ve el día de hoy, y se conserva en su sagrada casa, ahora en la nueva Basílica allá en donde se le conoce como Tepeyac  El Obispo Juan de Zumárraga, junto con su familia y la servidumbre que estaba en su entorno, sintieron una gran emoción, no podían creer lo que sus ojos contemplaban, una hermosísima imagen de la Virgen, la Madre de Dios, la Señora del Cielo. La veneraron como cosa celestial. El Obispo con llanto, con tristeza, le rogó, le pidió perdón por no haber realizado su voluntad, su venerable aliento, su venerable palabra. Y cuando el Obispo se puso de pie, desató del cuello de Juan Diego la tilma en la que se apareció la Reina Celestial., posteriormente, la colocó en su oratorio. Juan Diego pasó un día en la casa del Obispo; y, al día siguiente, éste le dijo: Anda, vamos a que muestres dónde es la voluntad de la Reina del Cielo que le erijan su templo.

Juan Diego le mostró los sitios en que había visto y hablado las cuatro veces con la Madre de Dios y pidió permiso para ir a ver a su tío Juan Bernardino, a quien había dejado gravemente enfermo; el Obispo pidió a algunos de su familia para que acompañaran a Juan Diego, y les ordenó que si hallasen sano al enfermo, lo llevasen a su presencia. Al llegar al pueblo de Tulpetlac vieron que el tío, Juan Bernardino, estaba totalmente sano, nada le dolía; y él, por su parte, estaba admirado de la forma en que su sobrino era acompañado y muy honrado por los españoles enviados por el Obispo. Juan Diego le contó a su tío cómo había sucedido su encuentro con la Señora del Cielo, cómo lo había enviado a ver al Obispo con la señal prometida para que se le edificara un templo en el Tepeyac y, finalmente, cómo le había asegurado que él estaba ya sano. Inmediatamente, Juan Bernardino confirmó esto, que en ese preciso momento a él también se le había aparecido la Virgen, exactamente en la misma forma como la describía su sobrino; y que también a él lo había enviado a México a ver al Obispo; y que le testificara lo que había visto y le platicara la manera maravillosa de cómo lo había sanado, y que bien así la llamaría, bien así se nombraría: LA PERFECTA VIRGEN SANTA MARÍA DE GUADALUPE, su Amada Imagen.

Cumpliendo con esta disposición, Juan Bernardino fue llevado ante el Obispo para que contara su testimonio y, junto con su sobrino Juan Diego, lo hospedó en su casa unos cuantos días, de esta manera supo con exactitud lo que había pasado, cómo había recobrado su salud y cómo era la Señora del Cielo.

De una manera asombrosa, ya se había difundido la fama del milagro y acudían los vecinos de la ciudad a la casa Episcopal a venerar la Imagen. Al darse cuenta el Obispo de la gran cantidad de personas que llegaban a ver de cerca lo que había acontecido; decidió llevar la Imagen santa a la Iglesia mayor y la puso en el Altar, donde todos la gozaran; aquí permaneció mientras se edificaba una Ermita en el lugar que había señalado Juan Diego.

Juan Diego se entregó plenamente al servicio de María Santísima de Guadalupe, y le apenaba mucho encontrarse tan distante su casa y su pueblo. Él quería estar cerca de ella todos los días, barriendo el templo, que para los indígenas era un verdadero honor,  transmitiendo lo que había visto y oído, y orando con gran devoción; por lo cual, Juan Diego suplicó al señor Obispo poder estar en cualquier parte que fuera, junto a las paredes del templo, y servirle. El Obispo, que estimaba mucho a Juan Diego, accedió a su petición y permitió que se le construyera una casita junto a la Ermita de la Señora del Cielo. Viendo su tío Juan Bernardino que su sobrino servía muy bien a Nuestro Señor y a su preciosa Madre, quería seguirle, para estar juntos; pero Juan Diego no accedió. Le dijo que convenía que se estuviera en su casa, para conservar las casas y tierras que sus padres y abuelos les dejaron.

Juan Diego fue una persona humilde, con una fuerza religiosa que envolvía toda su vida; que dejó sus tierras y casas para ir a vivir a una pobre choza, a un lado de la Ermita; a dedicarse completamente al servicio del templo de su amada Niña del Cielo, la Virgen Santa María de Guadalupe, quien había pedido ese templo para en él ofrecer su consuelo y su amor maternal a todos los hombres. Juan Diego edificó con su testimonio y su palabra; de hecho, se acercaban a él para que intercediera por las necesidades, peticiones y súplicas de su pueblo. Juan Diego nunca descuidó la oportunidad de narrar la manera en que había ocurrido el encuentro maravilloso que había tenido, y el privilegio de haber sido el mensajero de la Virgen de Guadalupe.

El mismo pueblo fue quien comunicó por todas partes el gran Acontecimiento Guadalupano y, con la característica memoria indígena, fue transmitido de padres a hijos, de abuelos a nietos.

En nuestra Zamora, El Santuario Guadalupano, se ha convertido en el segundo templo mariano más visitado después de La Basílica de la ciudad de México y ésta, por cierto, es la segunda a nivel mundial, después de la de San Pedro en Roma. Ya para estas fechas diario se llevan a cabo las peregrinaciones con los danzantes, los carros alegóricos y la música. Todo es alegría, todo es recordar a nuestra madre La Guadalupana y a aquél indiecito llamado Juan Diego que tan eficazmente cumplió el encargo y que tan cariñosamente llamaba a la madre de Dios: mi niña, mi muchachita, la más pequeña etc.

En 1531 se construyó una ermita en el lugar que La Guadalupana había indicado a Juan Diego, la que fue ampliada en 1557. En 1647 se construyó una iglesia y a ésta, en 1666 se llevó la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe y en este año veinte ancianos indígenas testificaron sobre las apariciones de 135 años antes. En 1695 se construyó otro templo que fue ampliado en 1709 y que fue convertido en colegiata en 1750 y que en 1904 recibió el nombre de basílica menor El culto a nuestra madre se reconoció oficialmente en 1737 cuando se le nombró “ PATRONA DE LA CIUDAD DE MÉXICO “ y en 1746 se instituyó el 12 de Diciembre como su día por el Papa Benedicto XIV, Papa que se refirió al milagro de las rosas en la bula Non est equidem en 1754.En 1756, después de analizar la tilma de Juan Diego, el pintor Miguel Cabrera afirmó que la imagen era de ORÍGEN DIVINO En sus Sentimientos de La Nación, el generalísimo Morelos, propuso establecer por ley constitucional, la celebración del 12 de Diciembre en todos los pueblos dedicado a la patrona de nuestra libertad María Santísima de Guadalupe y, otro caudillo de la insurgencia, Miguel Fernández Félix, adoptó por nombre Guadalupe Victoria y ya como presidente decretó que el 12 de Diciembre fuera día de fiesta nacional.

El 12 de Octubre de 1895 nuestra madre La Virgen de Guadalupe fue coronada como REINA DE MÉXICO En 1910, el Papa Pio X llamó a La Guadalupana “PATRONA DE AMÉRICA LATINA” y un poco tiempo después la imagen marcharía al frente de los ejércitos zapatistas. Ya para 1945, el Papa Pio XII la llamó EMPERATRIZ DE AMÉRICA.

En 1995, mientras preparaba la enciclopedia Guadalupana, el jesuita Xavier Escalada encontró en un archivo particular un códice llamado “1548“ que es el documento más antiguo en el que se describe la aparición de la virgen a Juan Diego y está firmado por Fray Bernardino de Sahagún y tiene el sello del juez Antón Valeriano. 

En 1999 por decreto del Papa Juan Pablo II La Basílica de Guadalupe pasó a depender de la Arquidiócesis de México ya que desde 1749 dependía de un Cabildo colegial autónomo. Para este 2012 son 481 años de las apariciones a Juan Diego. 

Ya es momento de adentrarnos un poco en lo que ha sido un misterio para los mexicanos principalmente: los ojos de la Virgen, en lo que constituye el primer reporte sobre los ojos de la Virgen, el 27 de Marzo del año 1956, se certifica la presencia de un triple reflejo característico de todo ojo humano vivo, se cree que las imágenes se ubican exactamente donde deberían estar, según el citado efecto, y también que la distorsión de las imágenes concuerda perfectamente con la curvatura de la córnea. Ese mismo 1956, el Dr. Rafael Torrija Lavoignet, examinó los ojos de la imagen de la Virgen y mediante el uso de un oftalmoscopio, notificó la aparente figura humana en las córneas de ambos ojos con la ubicación y distorsión propias de un ojo humano normal, notando además una inexplicable apariencia viva de los ojos, al ser examinados. Otras inspecciones realizadas por otros peritos, concuerdan con la de Torrija. Pero el hallazgo más sorprendente fue el del Dr. José Aste Tonsmann quien descubrió no solo una figura humana en los ojos sino otras cuatro en ambos ojos.

Se representa con mucha fidelidad en el manto de la Virgen el cielo del solsticio de invierno de 1531 que tuvo lugar a las 10:40 horas del martes 12 de Diciembre y ahí en el manto están representadas todas las constelaciones que se extienden en el cielo a la salida del sol y que es el momento en que Juan Diego enseña al Obispo Fray Juan de Zumárraga la tilma en que llevaba las rosas. En el manto se encuentran las constelaciones hacia el sur y el norte respectivamente que eran visibles por las madrugadas en invierno y que se podían apreciar desde el Tepeyac .

Se dice que la pintura de la Virgen de Guadalupe es de una gran belleza porque cumple con requisitos importantes como son el color, la línea y la composición  unión armónica de las partes para formar un todo, construyendo unidad en la diversidad de los objetos.

Para quienes saben de estas cosas, en la imagen se aprecian otros importantes aspectos como es el que la Virgen lleve el cabello suelto que entre los indígenas era señal de virginidad en una mujer; las manos están juntas en señal de recogimiento, en profunda oración, y simboliza, por una ser blanca y la otra morena, la unión de dos razas; su rostro es moreno ovalado y se encuentra en actitud de profunda oración, su semblante es dulce, amable, fresco, refleja amor, ternura y una gran fortaleza. Su estatura es de 1.43 mts,  El cinto marca el embarazo de la Virgen, dos cordones caen que simbolizan que simbolizan el inicio de una nueva era que se tuvo con Jesucristo. Los rayos que rodean la imagen simbolizan que ella es la madre de la luz, del sol, del niño, del Dios verdadero. La Virgen está de pie en medio de la luna y con esto marca los ciclos de fertilidad, femenina y terrestre. 

Este 12 de Diciembre es para festejar a nuestras Lupitas, es para cantarle a La Virgen de Guadalupe, es para estar alegres. FELICIDADES A TODAS LAS LUPITAS empezando por mi querida mamá y mi querida hija Lupita. 

Compilación hecha de: México a través de los Siglos de Vicente Riva Palacio; Monarquía Indiana de Fray Juan de Torquemada revistas y Milenios de México de Humberto Musacchio, y Apariciones Marianas de Salvador Freixedo.

EVERILDO GONZÁLEZ ÁLVAREZ